"Minima moralia", probablemente una de las obras más conocidas de Adorno, fue escrito en su mayor parte en los años finales de la Segunda Guerra Mundial. Con la perspectiva del intelectual en el exilio siempre presente, el autor articula en tres partes y un apéndice un corpus poderoso y coherente de aforismos, teñidos de un profundo sentimiento de desgarro, en los que aborda algunos de los ámbitos favoritos de su pensamiento, como la sociología, la antropología o la estética. El conjunto constituye, sin duda, una de las obras fundamentales de la filosofía de la segunda mitad del siglo XX, que se presenta ahora en una nueva traducción corregida y aumentada.
Para terminar. –El único modo que aún le queda a la filosofía de responsabilizarse a la vista de la desesperación es intentar ver las cosas tal como aparecen desde la perspectiva de la redención. El conocimiento no tiene otra luz iluminadora del mundo que la que arroja la idea de la redención: todo lo demás se agota en reconstrucciones y se reduce a mera técnica. Es preciso fijar perspectivas en las que el mundo aparezca trastrocado, enajenado, mostrando sus grietas y desgarros, menesteroso y deforme en el grado en que aparece bajo la luz mesiánica. Situarse en tales perspectivas sin arbitrariedad ni violencia, desde el contacto con los objetos, sólo le es dado al pensamiento. Y es la cosa más sencilla, porque la situación misma incita perentoriamente a tal conocimiento, más aún, porque la negatividad consumada, cuando se la tiene a la vista sin recortes, compone la imagen invertida de lo contrario a ella. Pero esta posición representa también lo absolutamente imposible, puesto que presupone una ubicación fuera del círculo mágico de la existencia, aunque sólo sea en un grado mínimo, cuando todo conocimiento posible, para que adquiera validez no sólo hay que extraerlo primariamente de lo que es, sino que también, y por lo mismo, está afectado por la deformación y la precariedad mismas de las que intenta salir. Cuanto más afanosamente se hermetiza el pensamiento a su ser condicionado en aras de lo incondicionado es cuando más inconsciente y, por ende, fatalmente sucumbe al mundo. Hasta su propia imposibilidad debe asumirla en aras de la posibilidad. Pero frente a la exigencia que de ese modo se impone, la pregunta por la realidad o irrealidad de la redención misma resulta poco menos que indiferente.
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